Vivir en la paradoja es quizá la más clara lección de arte de Leonard Cohen

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Por Eduardo Paredes Ocampo

Fueron un poeta y una amante los que me introdujeron a la música de Leonard Cohen. Después de muchos años, sigo pensando que no hubiera habido mejor manera de llegar a él. La ruta del poeta fue por medio del lenguaje; la de la amante, musicalmente.

Recientemente leí el último libro del poeta. Instantáneamente y de manera inconsciente, empecé a leer a Cohen en sus versos –el omnipresente dolor de la pérdida, los rincones más arraigados del dolor. A la amante hace mucho que le perdí la pista. Trabajaba en Charing Cross, Londres, en una compañía dedicada a ponerle música a los anuncios de televisión. Recibía entradas gratis a todos los conciertos. Una vez hicimos el amor con Blood On The Tracks de Dylan como fondo musical.

Por más diferentes que hayan sido los encuentros, una frase común a ambos siempre quedará resonando en mi memoria: Leonard Cohen no es un músico, es un poeta. Mi relación melómana con el cantante se ha centrado, en gran parte, en probar la extensión y validez de esta premisa. Estos son mis –paradójicos, inconclusos– resultados:

El amor de Cohen por la música y la poesía surgió paralelamente. De adolescente leía a Federico García Lorca mientras tocaba guitarra. Sin embargo, desde el momento en que ingresó a la universidad, Cohen se dedicó exclusivamente a la poesía, dejando la guitarra arrumbada (por un rato). En 1954, con sólo veinte años de edad, publicó su primer libro de poesía: CIV/n. Posteriormente, con The Spice-Box of Earth (1961), Cohen consolidó su fama como poeta en su natal Canadá.

Pero, después de dos novelas y unos cuantos libros de poesía, Cohen decidió abandonar la literatura y volverse cantautor de folk. ¿Qué lo empujó a dejar la escritura –arte en que se manifestaba virtuosamente y que, además, lo mantenía con cierto lujo en una recluida isla en Grecia– y volverse músico en Estados Unidos? No existe una respuesta clara a su decisión. Quizá, como sucede con muchos artistas, muy en el fondo Cohen sintió una carencia metafísica –su alma estaba moldeada para otra expresión– y/o un ansia ontológica –la de comunicarse con más gente.

En todo caso, al músico lo antecede el poeta, y la sombra de este último –por premios como el Príncipe de Asturias (2011) – nunca lo abandonó del todo. Aceptando la premisa (materialista) de que el arte es simplemente lo que se considera como “arte”, Leonard Cohen nunca cesó de llamarse poeta.

Habiendo dicho esto, es preciso pasar a la música para acabar de entenderlo. Tres canciones bastan para caracterizar el peculiar estilo de Leonard Cohen. La elección de tales composiciones responde tanto a un corte temporal como a uno estético. “So Long, Marianne”, de su primer disco Songs of Leonard Cohen (1967), es un paradigma (junto a “Suzanne”) del primer Cohen –el cantante puro de folk, el émulo de Dylan. El segundo Cohen –más oscuro, el derrotista político y sexual– viene a los finales de los ochenta y principios de los noventa con “The Future” (y “Democracy” y “I’m Your Man”). Finalmente, el tercer Cohen reside en su última pieza You Want it Darker y, específicamente, en “Travelling Light”, único homenaje y despedida a su origen judío.

Une a las tres piezas (como a gran parte del material del cantante) el uso de voces femeninas en los coros. Si los versos son exclusivamente cantados (recitados) por la ronca garganta de Cohen, en el clímax se le juntan una agrupación de mujeres. El contraste producido por esta extraña coexistencia es altamente funcional. De él se sirve para concebir la ironía de “The Future” – las voces de tonos celestial corean: “When they said REPENT REPENT/ I wonder what they meant”; para tratar la nostalgia en “Travelling Light” –el tarareo femenino trae a la mente el sufrido pasado hebreo; y, finalmente, para presentar una problemática visión de la felicidad en “So Long Marianne” – “Now so long, Marianne, it’s time that we began/ to laugh and cry and cry and laugh about it all again”.

Con el paso de los años, la voz de Cohen fue cambiando. Poco a poco, la laringe sucumbió a la oscuridad, tan propia del psique del portador. En ese paulatino desgarre, forma y fondo se complementaron: simbiosis de música y poesía. Con la edad, le vino el pesimismo y su cuerpo supo adaptarse a ello. “So Long Marianne” tiene el germen de la sombra, como el coro lo demuestra. “The Future” (y todo el disco) representa su maduración: la política fue el lenguaje que le supo más presto para la penumbra. Días antes de su muerte, su mirar retornó a una agonía mucho más profunda que la personal. Su último disco –carraspeado, casi– es un reencuentro con la trágica historia de su pueblo. Al bautizarlo como You Want it Darker, Cohen alcanza un punto final en su recorrido hacia las tinieblas –su último paso fue la nada absoluta.

Como apasionado de la literatura y, sobretodo, como escritor, para mí no hay expresión humana más excelsa que la poesía. Sin embargo, decir que Leonard Cohen era un poeta simplifica su muy particular manifestación estética. Eso hace a mi visión  del canadiense basarse en una contradicción: es más y, a la vez, menos que un poeta. El trabajo musical, la entrega –hasta física– a la poética de lo sombrío y la experimentación con los diferentes colores y matices de la voz, por nombrar sólo algunos ejemplos, adjetivan a Cohen como sui generis, como “incasillable”. La poesía no lo alcanza pero él –precisamente por entregarse a algo más que al trabajo puro con el lenguaje– no alcanza a la poesía. Vivir en la paradoja –como un poeta, como una amante– es quizá la más clara lección del arte de Leonard Cohen.