Arquitectura como técnica

Por Miguel Ávila Elizalde

En filosofía, el tema de la técnica ha sido ocupación de grandes pensadores, y aunque no se ha escrito mucho cuantitativamente, sí cualitativamente. En el occidentalismo este concepto ha estado presente desde los fundamentos aristotélicos (con el concepto básico de política, actividad gregaria fundamental del hombre) hasta la era contemporánea con exponentes de numerables posturas filosóficas como John Dewey, Ortega y Gasset, Hegel, Heidegger, Nietzsche, e incluso en Hispanoamérica con Quintanilla y Jaime Fisher.

Por supuesto, resulta que la polisemia del término “técnica” ha generado y degenerado una multiplicidad de acepciones que si bien no son tan distantes unas de otras bien podrían ser complementarias entre ellas. Para objeto del presente ensayo y permitirme ahorrar líneas se definirá un concepto general de técnica, desde una perspectiva pragmatista con un enfoque naturalista.

Se dice entonces que “técnica” es una propiedad que emerge de la transacción de ciertos organismos vivos en un medio ambiente determinado. Esa transacción es inherente a los propios conceptos de organismo y medio ambiente, es decir, ontológicamente tales conceptos se originan del mismo pensamiento lógico; no habrá organismos sin un medio ambiente que habitar, de la misma manera que no habría un medio ambiente sin organismos que lo habiten. En este sentido y sobre esa línea argumental puede afirmarse que la relación entre organismos vivos y ambientes habitables es de carácter sistémico, transaccional.

Siguiendo este vector lógico puede afirmarse también que en y de esa transacción (entendida como un proceso de la realidad) emerge el conocimiento práctico como una primera instancia de la técnica, entendiéndolo como la capacidad de los organismos vivos (seres humanos) de experimentar y aprehender el medio ambiente que habitan y adaptarse a el, es decir entender el medio y aprender a usarlo mediante el conocimiento empírico, la praxis.

Técnica o tecnicidad aparece entonces como resultado de la transacción directa del ser humano en su medio ambiente físico (y simbólico-cultural según el grado de desarrollo propiamente técnico), definiéndose como una propiedad o mecanismo biocultural adquirido en la propia práctica del hombre, desde el mero sentido de supervivencia (concepto de “labor” de Hanna Arendt) hasta una idea de progreso colectivo como especie (calidad de vida).

Cabe definir una serie de características sobre la técnica; siendo esta una propiedad evolutiva en y de los seres propiamente “racionales” (seres humanos), se manifiesta en principio fenoménicamente en los actos de valoración sobre ciertos sectores de la realidad (las cosas que percibimos), para simultáneamente formar un sistema de creencias individual y colectivo que permita orientar y ajustar la práctica del hombre y a su vez, defender y perseguir los valores asignados intencionalmente mediante el ejercicio de la razón de los individuos.

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Party Wall MoMA PSI Pavilion 3
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En este sentido se afirma también que si la técnica es un mecanismo biocultural de adaptación al medio y característico de los seres racionales, entonces la racionalidad de una técnica deberá ser constantemente evaluada por sus resultados empíricos percibidos, evaluación que debe efectuarse por el público expuesto a tales resultados prácticos.

Para ejemplificar claramente el perfil crítico que hasta aquí se asume en este ensayo se dice que las metodologías (y casi cualquier práctica) del ser humano para interpretar y conocer el medio ambiente que habita existen con base en la racionalidad de su desarrollo técnico, es decir, que el método de conocimiento científico así como el resultado de ese conocimiento aplicado (tecnología), y otras herramientas como la política y la arquitectura son instancias de la técnica (conjuntos de valoraciones sobre sectores de la realidad, que se transforman en sistemas de creencias y decisiones que permiten orientar los fines y organizar los medios de la acción práctica del hombre para facilitar su “estancia transaccional”), es decir, sistemas técnicos artefactuales de adecuación al medio.

Ciencia, tecnología, política y arquitectura, desde mi perspectiva son instancias de la técnica  fundamentales para la persistencia del propio desarrollo técnico, y eventualmente definir el nivel de racionalidad de dicho desarrollo para permitir efectuar los ajustes pertinentes en relación con la calidad de vida efectivamente adquirida.

La arquitectura como sistema técnico fundamental de adecuación física al medio ambiente, se entiende entonces como un mecanismo biotecnológico y cultural que permite interactuar a los seres humanos directamente con la naturaleza, proporcionando ciertas circunstancias de control sobre ella, es decir, se procuran los escenarios espacio-temporales adecuados para satisfacer cualquier necesidad práctica que se derive de la compleja “naturaleza humana” (por llamarle de alguna manera) y así potencializar la capacidad práctica de intervención inteligente en el medio ambiente.

Según estas premisas, puede considerarse entonces la idea de ciudad como un artefacto técnico más complejo (íntimamente relacionado con la organización política, ese sistema técnico que permite y regula la interrelación entre individuos libres asociados colectivamente) que permite llevar a cabo efectivamente una filosofía práctica de la vida, en virtud de encontrar una respuesta a la compleja pregunta socrática: ¿cómo se debe vivir?

Aparece entonces el concepto de habitabilidad, asociado a ideas como la calidad de vida*, el concepto de sinomorfia o peyorativamente “el confort”. La búsqueda de esta cualidad calificable a la vida de los individuos y de los grupos de individuos se manifiesta fenoménicamente en un exceso artefactual, una sobreproducción que excede la demanda real de consumo (ya de por sí degenerada). Empíricamente este exceso técnico es observable  en el desarrollo tecnológico y claro está en el hacer arquitectónico. Rem Koolhaas** hace una atinada observación al respecto, enfatizando la forma de vida, consumo y generación de desechos por parte del ser humano, alterando necesidades prácticas primarias y consecuentemente deformando las respuestas arquitectónicas. Hace referencia al espacio basura, definiéndolo como un derroche absurdo de volumen espacial vinculado a la inutilidad del exceso artefactual presente en la vida contemporánea. Es claro que el crecimiento desmedido del sistema capitalista ha orillado inminentemente la orientación de la conducta y la práctica del hombre, y aunque no es tema primordial del ensayo parece pertinente enfatizar que no es más que el resultado de procesos culturales emergentes del propio desarrollo técnico “racional”, dígase el desarrollo metalúrgico e industrial, la producción en masa y estandarización de la consciencia reflexiva.

*  La evaluación racional de una técnica y su relación con     el concepto de “calidad de vida” solo puede legitimarse mediante la     efectiva adquisición de libertad y justicia (entendidos como principios     universales de consciencia) como resultados de dicha técnica, en virtud de     los cuales podrían evaluarse positiva o negativamente los resultados     empíricos de cualquier práctica humana.

** “El espacio basura. De la modernización y sus     secuelas” capítulo compilado por Juan Manuel Dávila en “La deconstrucción     deja la arquitectura”

La paradoja existencialista que se distingue desde esta perspectiva consiste en un desfasamiento de la capacidad de reflexión crítica sobre la propia conducta de los individuos y de los grupos respecto a la capacidad técnica adquirida de intervenir en los procesos de la realidad. La “racionalidad atribuible” entendida como proporción armónica entre las razones que guían una acción práctica intencional y los resultados empíricos observables ha sido desplazada por argumentos que pretenden justificar y legitimar la acción técnica del hombre en base a presuntos logros tecnológicos, cuando en principio es el mismo resultado tecnológico y su aplicación práctica lo que ha creado el abismo en donde se fuga cada vez más la filosofía práctica reflexiva de los seres humanos.

Procede entonces preguntar ¿es válido creer que nuestra civilización (emergente de los procesos de hominización y humanización individuales y colectivos que nos definen) esté practicando con efectiva racionalidad su técnica de vida, nuestra técnica de vida? Se retoma aquí el tema de la pregunta filosófica, ¿cómo hemos de vivir? Esto nos lleva a la necesidad de evaluar los paradigmas políticos, urbano-arquitectónicos, científicos, tecnológicos y técnicos en general que hemos asumido como parte de nuestro proceso histórico en relación con los valores que defendemos así como fines en perspectiva que orientan y definen las tendencias de acción práctica individual y colectiva.

Se hace presente una idea, ¿está la arquitectura a la altura de las circunstancias que enfrentamos actualmente? y de ser así ¿qué alternativas sería pertinente evaluar para mejorar la eficiencia de ese sistema técnico que nos permite actuar, vivir y convivir en y con el medio? Estas preguntas (derivadas de la ya mencionada pregunta socrática) hoy están lejos de ser siquiera planteadas. “Las trampas de la razón” como lo llamaba Le Corbusier, “la decadencia de los instintos” según Nietzsche, la “historia de un error”, como sea que pueda denominarse, hoy es un problema que se presenta ante la técnica y sus instancias principales, un problema meta-técnico en el sentido de que se origina desde la técnica y debe ser resuelto por la técnica misma. La propia supervivencia carece de certeza, hoy necesitamos elegir, y debemos hacerlo inteligentemente, con eficiencia sistémica, con racionalidad. Hoy la evolución consciente debe hacerse manifiesta, hoy es el crepúsculo de los ídolos.