Aleksandr Sokurov: dos ejemplos del cine hecho arte y los extremos estéticos
Por Alberto Molina
El nombre de Aleksandr Sokurov, director ruso nacido en Podorvikha, Siberia, en 1951, es un referente en la cima de las exigencias del cine como una forma legítima -aunque jóven- de arte. Como ocurría en la Unión Soviética, su tierra natal, el predicamento era que, una vez dado un paso firme, lo siguiente es profundizarlo, hacerlo más radical. Así se podría identificar al cine de Sokurov, aunque, curiosamente, él también sufrió los embates de la censura soviética.
La que, supuestamente, tendría que ser una trilogía, terminó incompleta con dos cintas de exquisita continuidad sentimental, aunque distintas en argumentos y adornos estéticos. La primera, Madre e hijo (Mutter und Sohn), de 1997, es un tratado estético absoluto con un relieve de profundo amor entre una madre y su hijo; a diferencia del enfoque tradicional, ahora es el hijo quien reluce el amor puro, inmenso e infinito hacia su madre, quien yace en la cuerda floja de la vida y la muerte.
Aún sin la certeza de que el argumento sirva de mero acompañamiento o justificación para exaltar el pictorialismo hipnótico de toda la cinta, lo cierto es que la lentitud y el minimalismo extremos son sus mejores aderezos, pues permiten no sólo contemplar, sino adjudicarnos la riqueza de sensaciones, emociones, paisajes y vivir cada segundo eterno en carne propia.
Padre e hijo, de 2003, lleva más allá la naturaleza del amor entre progenitor y descendiente, creando una confusión inicial de tinte incestuoso, carnal, de nublado límite afectuoso acorde con el rol social, individual y moral de ambos. La exaltación emocional se codea con la exaltación pasional.
El dominio del silencio fondeado con el viento y las hierbas que sopla, a modo de contemplación y apropiación de la experiencia en Madre e hijo, contrasta con la complejidad conversativa, exploración ambiental de la masculinidad y los movimientos corporales casi coreográficos de su cinta sucesora.
En cambio, la exploración de la vida y el dolor de una posterior separación hermana a los dos filmes. En uno, la nostalgia de lo que depara la vida después del último aliento de una madre; en el otro, la ineludible separación entre un padre y su hijo después de que éste busque su propio destino.
Los caminos son dolorosos: el de aprender a andar en medio de la inmensidad del mundo, de ver las oportunidades pasar en la duda y la inseguridad; en buscar consuelo para el abrupto giro de la vida cuando una madre se va. Igual de dolorosa resulta la resignación de un padre cuyo hijo busca el momento apropiado y las palabras más adecuadas para amortiguar una brusca partida (aunque necesaria) de su hijo.
Sokurov se valió de diferentes técnicas y trucos para dar vida a la enérgica y deslumbrante fotografía pictórica, inspirada en el romanticismo (como el de Friedrich y de Turner) del siglo XIX. Entre degradados, estiramiento de las imágenes, efectos caseros de color e iluminación, la acentuación de las texturas y tonalidades, el ejercicio visual artístico en estas películas alcanza su plenitud y, como pocas veces, vemos arte en cada imagen y cada secuencia. Mientras la producción de 1997 luce totalmente fiel a un estilo y una estética, la segunda (de 2003) recoge un pictorialismo más selecto, dinámico y versátil.
Este es, sin duda, el aspecto más sobresaliente de los dos filmes y de su obra en general; además le valió reconocimiento mundial, por lo que ya tiene asegurado su lugar en la historia del cine. Citando su obra, la poesía audiovisual de Alexandr Sokurov hace que “los problemas se vayan con el agua, como la noche se aleja con los sueños”.