Casas blancas contra misas negras

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Por Nallely Pérez

En nuestros días, en los cuales cada vez es más complicado diferenciar un vídeo musical de una escena porno, resulta un tanto inimaginable pensar el escándalo que puede causar un poema cuyo eje temático es la sexualidad desprovista de su función reproductiva, tal y como aconteció en nuestro país en enero de 1893, cuando fue publicada una “misa negra”. Pese a ello, tal vez las cosas no sean tan distintas hoy que hace 120 años.

Corrían los tiempos de la denominada pax porfiriana, en la que en México se gestó una camada de jóvenes escritores que fueron, algo así como, los rebeldes sin causa y outsiders del momento. Se trataba de los decadentistas, cuyo abanderado fue José Juan Tablada (1871-1945) —poeta que en ese entonces era aficionado, además de las obras de Charles Baudelaire, a sustancias tales como el hashish y el éter— quien fue un vanguardista al ser introductor del haikú en tierras mexicanas.

Tablada creía en la libertad de expresión y tuvo a bien pensar que su cargo de jefe de redacción del recién fundado periódico capitalino El País, le traería ciertos privilegios. De modo que en la primera entrega dominical de dicho diario, publicó unos versos en los cuales dijo a su hipotética amada, entre otras febriles confesiones, lo siguiente: “Quiero en las gradas de tu lecho/doblar temblando la rodilla/y hacer del ara de tu lecho/ y de tu alcoba la capilla./ Y celebrar ferviente y mudo, sobre tu cuerpo seductor,/lleno de esencias y desnudo/ ¡la Misa Negra de mi amor”.

Versos éstos desprovistos de obscenidad (si se posee la osadía de compararlos con un altisonante reguetón) y que estilísticamente no logran las cimas alcanzadas años después por el hidalguense Efrén Rebolledo (1877-1929) en la colección de sonetos eróticos titulada Caro víctrix (triunfo de la carne). No obstante, “Misa negra” causó revuelo porque llegó a los ojos equivocados, los de la primera dama.

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Aunque aficionada a la alta costura no de Beverly Hills sino de París, Carmen Romero Rubio de Díaz (1864-1944) no pertenecía a la farándula ni mucho menos había hecho escenas candentes para la pantalla chica, así que puso el grito en el cielo al leer el poema de Tablada. Con sólo 29 años de edad, Carmelita —quien había convertido en la segunda esposa de don Porfirio a los 17 y que en el presente tiene contrarias tocayas— vio en estos versos pura blasfemia y puso el dedo en la llaga al hacer un llamado de atención a los dueños de El País.

De modo que el poeta y algunos de sus amigos, quienes gustaban denominarse la cofradía decadentista, firmaron su renuncia y reiteraron, como lo habían hecho días antes en dicho diario, su intención de formar una Revista Moderna, en la cual no hubiera represalias y pudieran publicar lo que su sentir estético y no las buenas costumbres les mandaran(pero para que su plan fuera realidad y esa publicación literaria se convirtiera en la más influyente de toda Hispanoamérica tendrían que pasar cinco años).

Así, tras la intervención de varias plumas en distintos medios durante las subsiguientes semanas, en las que se atacó a los decadentes por su supuesta rebeldía y, sobre todo, por su degeneración, Tablada calló; no sin antes preguntarse cómo la sociedad porfiriana podía escandalizarse más con sus versos eróticos que por ver las piernas peludas de los ciclistas, los cuales eran la novedad porque la bicicleta se acababa de inventar.

No hay nuevo bajo el sol, más que matices de sus rayos. Lo que en la actualidad es provocado por casas blancas, antes era cuestión de misas negras. Hoy como ayer, si un medio de comunicación o periodista es acallado, ya resurgirá, por aquí o por allá, de entre las cenizas.