La horrible vida en rosa: sobre My Morning Jacket en American Dad
Por Eduardo Paredes Ocampo
Durante lo que muchos fanáticos consideran la época de decadencia de Los Simpsons, recuerdo ver a The Who y a Blink 182 en la pantalla. Aunque la aparición de la farándula no era algo ajeno a los capítulos que representan, en oposición, la “época dorada” de la serie (más o menos, los primeros ocho años), su existencia funcionaba de una manera más orgánica. Sólo es después cuando se le siente como simple adorno (Blink 182 aparece tocando en el departamento de Bart; su presencia resulta del todo circunstancial: con o sin ellos, el capítulo avanza).
Este impulso funcional (vs. ostentativo) tenía otras repercusiones en la estructura de Los Simpsons: la producción de personajes. La necesidad mimética (imitar a la sociedad Estadounidense de los 90’s) empujó a los creadores a generar un microcosmos propio: personajes como Krusty el payaso, Kent Brockman o Rainer Wolfcastle tenían un referente –más, menos– directo en el mundo real (inclusive el Hombre Abejorro [Bumblebee Man], se dice, estaba inspirado en el Chapulín Colorado). Sin embargo, esta paulatina presentación de un panteón de pronto paró: estaba completa la mitología.
Sería entonces cuando, desesperadamente, los escritores empezaran a recurrir al mundo externo (los referentes de la película [2007] parecen un ejemplo perfecto). Así, para quienes crecimos con la peculiar retórica de la parodia de los primeros Simpsons, los segundos, más políticos, menos universales, nos parecieron traicionar el ideal estético que había hecho a la serie tan atractiva en los 90’s. Al mismo tiempo, esa crisis nos abrió los ojos a una realidad que era tan dolorosa como inevitable: nuestra infancia había concluido.
Las series paródico-satíricas que sucedieron a Los Simpsons –South Park, Family Guy, American Dad– carecen de una completa y autosuficiente plantilla de personajes. A imitación del mundo de Homero, las tres crean su propio microcosmos. Sin embargo, no cuentan con la fuerza sintáctica con la que, en cada capítulo, se hilaban las existencias en el pueblo de Springfield. Las tres, consecuentemente, abusan de la inclusión del mundo real: “los famosos” se convierten en lo que antes, casi siempre, se decía en amarillo.
Creo que una paulatina separación de la pura parodia al estilo Simpsons –funcional, orgánica– viene sucediendo en el mundo de las llamadas series animadas de adultos. Un ejemplo de American Dad puede aclarar este postulado.
El capítulo 7 de la quinta temporada, “My Morning Straitjacket”, empieza con un conflicto entre Hayley y Stan. La hija –una liberal, post-hippie– quiere asistir a un concierto de rock. El padre –un conservador, agente de la CIA– hace lo posible para impedírselo: en un arranque de furia, le arrebata el boleto y se lo come. De una manera un tanto escatológica, Francine, la madre, recupera el boleto, ayudando a su hija a desobedecer al padre. En la noche, cuando Stan se da cuenta de lo sucedido, el agente decide hacer todo lo posible para sacar a Hayley del auditorio.
Sin embargo, justo cuando a la mitad del concierto, alguien consigue quitarle los tapones para los oídos –herramienta con la que se protegía de aquella “música de Satán”–, Stan queda instantáneamente hipnotizado por la música de… My Morning Jacket. Todo el capítulo versa sobre el fanatismo de Stan con el grupo. El agente abandona su vida cotidiana para seguir su verdadero sueño: conocer a Jim James, vocalista del grupo.
“We are the innovators/ They are the imitators” es una de las frases de “Wordless Chorus” con que Stan se obsesiona. Estas líneas sirven como contrapunto irónico al capítulo y, en general, a la serie: muestran, en el fondo, cuánto le deben a los Simpsons y cuán lejos andan de tal entelequia. Porque Matt Groening inventó el vocabulario con que la serie de Seth MacFarlane habla. La introducción de “estrellas”, como dije, existía en los Simpsons.
La diferencia con American Dad es que aquí sabemos que –en oposición con Troy McClure– a My Morning Jacket nunca más lo veremos. El capítulo entonces queda como una excepción, un hito en la historia de la serie. Debido a lo poco que conversan con el resto –con la retórica acostumbrada, con el hilo que alarga el gusto–, muchas veces, prefiero saltarme estos episodios.
Finalmente, el capítulo concluye con una parodia de la película Almost Famous (Cameron Crowe, 2000). Stan encarna exactamente lo que William Miller –un adolescente que escapa de casa para seguir a un grupo de rock y convertirse en un periodista musical– hace. El efecto cómico está en la similitud y, a la vez, la discordancia. La mímica de las escenas de la película (Stan habla a casa como repetidamente sucede en Almost Famous; el agente viste un atuendo de los 70’s, etc.) acentúa el absurdo de la situación –del capítulo, de la serie en su totalidad–: un padre de familia, cuarentón, actuando como un niño.
Sin embargo, por más entretenido e ingenioso que sea este aspecto, su debilidad estética está, creo, en el hecho de que depende tanto de la mímesis, de su referente, que, para quien desconozca Almost Famous, la conclusión del episodio resulta oscura. La parodia en los Simpsons, por otro lado, era, en la mayoría de los casos, mucho menos particular: trataba un sistema de signos casi arquetípico o situaciones sociales/estéticas generalmente identificables (cuando Homero se vuelve la inspiración de una cantante de country, ella es todas/os las/os cantantes, él toda fuente de inspiración).
A manera de despedida y para presentar los títulos, el capítulo de American Dad incluye una filmación de My Morning Jacket en vivo. Tras la burda imagen del hombre, la fantasía del dibujo se ha eclipsado. Es el largo sueño de la infancia acabando a la melodía de “Wordless Chorus”, es despertar a la horrible vida en rosa.