La balada cruda y lenta del Oppenheimer Park
Por Alberto Molina
Finalmente se estrenó en la Ciudad de México el largometraje La balada del Oppenheimer Park, del director hidalguense Juan Manuel Sepúlveda. El Cine Tonalá fue el encargado de abrir las puertas de las salas en el país para su proyección, luego de recibir galardones y nominaciones en festivales y premiaciones, como el Ariel, en el 2016.
Basada en situaciones más circunstanciales que planificadas o de reveladora espontaneidad, la cinta retrata la vida cotidiana de un grupo de indígenas canadienses que abandonaron sus reservaciones y lograron establecerse en un peligroso barrio de Vancouver. Diariamente se reúnen en el Oppenheimer Park para alcoholizarse y convivir, en un intento por sobrellevar la propia existencia en las condiciones que del exterior les fueron impuestas.
La cinta abre con su escena más poderosa: la durísima toma de la carreta en llamas en medio de la noche, sonorizada discretamente por los gritos agonizantes del pasado indígena en medio del exterminio, además del relinchar de los caballos. Tras la introducción, el resto de la cinta es plano, aunque a su vez demoledor si se observa como la difícil vida diaria de una comunidad marginada.
De forma un tanto confusa (pues el propio director reconoce que, en momentos, desconocía si el elenco actuaba, se desenvolvía naturalmente o sólo buscaba lucirse ante la cámara), las emociones y puntos de vista de los “actores” quedaban expuestos bajo el manto del alcohol y los verdes pastos del Oppenheimer Park.
Detrás de la fortaleza de los indios guerreros -como se autodenominan- aún se esconden los rencores del exterminio, la exclusión social y el robo de tierras de las que, dicen, fueron expulsados por los colonialistas invasores europeos. En medio del torbellino de emociones, las escasas oportunidades y la distorsión de identidades -entre sus tradiciones y las presiones de un estilo de vida occidental-, el alcohol, las cartas y los rituales son su escapatoria más efectiva.
A pesar de su adaptación a la forma de vida canadiense, algunas costumbres se reúsan a morir. Los rituales son un ejemplo de resistencia, igual que las cabelleras largas de los varones, símbolo de fortaleza, de la dignidad y muy lejos de las implicaciones estéticas que hoy en día se les atribuye.
Un requisito explícito del elenco al director fue dejar de lado el cliché del sufrimiento de los indios a lo largo de la historia, además de que optaron por omitir las dificultades que atraviesan con frecuencia, pues no sólo ya lo habían hecho con anterioridad, sino que, casi como exigencia, pedían al menos disfrutar del proceso. Sepúlveda no sólo accedió a la perspectiva alternativa que ofrecían quienes ya lo consideraban casi parte del grupo, sino que buscó la manera de orientar el filme -sin éxito- hacia un western contemporáneo.
Al final del día, el director se dice agradecido de que el western haya “fracasado”, pues sólo unos cuantos elementos clásicos del género sobrevivieron, como la carreta y la escena del juego de cartas.
En términos generales, más que una cinta convencional, se trata de un ejercicio fílmico que no hace explícita ninguna de las inquietudes de carácter social que se pudieran generar en el espectador, sino habrá que interpretarlas conforme las situaciones se dan y el orden de los cortes a lo largo del filme. Tal vez resulta difícil en momentos no cruzar la línea entre la empatía y los juicios peyorativos, especialmente cuando la propia producción sabe a ratos tediosa, lenta y con cierta complicación para localizar sus puntos clave. La balada del Oppenheimer Park es, en efecto, una balada lenta, casi silenciosa y muy poco romántica.