¡Plagio psicodélico! [Crónicas sangrientas de Las Pipas de la Paz (parte 2 de 2)]

Por José Manuel Vacah

@JosMVacah

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Mientras caíamos por el túnel oscuro pude sentir el cuerpo de Rulo Pipa pegándose al mío, abrazándome en un arrebatado descubrimiento de la fatalidad, nuestro propio cuerpo era la extensión del miedo, y nuestra piel se convirtió en el alarido más dramático que jamás alguna piel haya pronunciado. Abrazados, ambos éramos un mismo cuerpo que temblaba y caía hacia el desamparo, como una roca en un pozo sin fondo. Nada hay más terrible que caer por un abismo, a ciegas y solos, sin conocer el lado final del vértigo, la frontera entre la caída y la muerte. Tampoco conocíamos el lugar en el que estábamos y no sabíamos cuál era nuestro destino. Todo era oscuridad y vértigo, descenso.

                Nunca supimos cuánto tiempo estuvimos cayendo, tal vez nunca lo sabremos realmente. Alguna vez pude platicar con Rulo Pipa y él recuerda que caímos por horas y horas, las mismas que bien pueden completar un día. Yo digo que caímos una semana, una semana entera cayendo.

                Rulo prometió escribir una canción sobre este incidente.

                Había trechos del túnel en los cuales se colaba, entre unas rejillas que funcionaban como respiraderos, un halo finísimo de luz. Eran agujas luminosas que penetraban con una absoluta libertad las penumbras tristísimas del gran tubo para recordarnos que había otro mundo allá fuera, donde existía la luz, el mundo al que pertenecíamos.

                Azotamos sobre una plataforma fría y húmeda, el descenso había terminado. Por fortuna caí sobre el vientre de Rulo Pipa, lo cual amortiguó mi caída. La amueblada anatomía de Rulo Pipa permitió que el rebote me pusiera de pie, así que pude ver, inmediatamente, algo que jamás podré olvidar. Miles de millones de bolas de cristal que giraban a nuestro alrededor como mosquitos alrededor de un foco encendido. En cada una de aquellas bolas lucíferas, pude notar que sucedía un evento horrible, el más cruel evento.

                Miré la primera esfera, y perdí la consciencia un segundo ante tanta crueldad sucedida de pronto, cerré los ojos y al abrirlos nuevamente seguía ahí el objeto reproduciendo aquellas imágenes aterradoras. Giré mi cabeza tratando de cambiar estas visiones pero había tantas esferas en la habitación que me era imposible no verlas, en cada objeto se hallaba un acto de absoluta violencia, sucediéndose, como si cada esfera televisara un accidente, una acción determinada en cada accidente iniciaba y concluía, volvía a iniciar y concluía de nuevo, infinitamente. En cada una de ellas  sucedía un evento violento y cruel en diferentes circunstancias: un cerdo destazado por un loco; los ojos de un asesino serial mientras violaba a una muchacha; la piel purulenta de un niño sirio muerto por una peste construida en una bomba bacteriológica; siete militares estadounidense que asesinaban a una familia de opositores; el cráneo de un hombre atravesado por una bala; un policía disparando a quince indígenas que corrían en un monte; las piernas de un migrante cercenándose por  el paso de un tren; el llanto de una bebé que moría de hambre…  Recuerdo cada una de estas escenas, porque mi consciencia, todavía, no logra olvidar ni siquiera el más nimio detalle.  Y tal vez, esta condena es el precio por todos mis pecados.

                Dentro de estos pequeños objetos suspendidos en el aire, se podía atestiguar un acto de inmensa violencia sucedido en el pasado, o que sucedía en ese instante en otro sitio, o que sucedía  en el futuro. Había visto Guernica estallado por las bombas arrojadas desde los aviones, vi a un narcotraficante en Chihuahua disparando contra una prostituta, y pude ver mi muerte: era viejo y me arrollaba un automóvil conducido por un adolescente borracho.

                El peso de estas visiones me laceró los ojos. Quise arrancármelos y estuve a punto de hacerlo, pero unos brazos gélidos me contuvieron, al volverme rápidamente pude ver un cuerpo desnudo y blanco con el rostro desfigurado por alguna clase de ácido, pues en lugar de cara todo aquello era una enorme cicatriz, no tenía ojos ni nariz ni boca, sólo una enorme costra callosa. Me zarandeó y en mi mente una voz repetía las siguientes palabras: “Es más fácil imaginar la muerte de una persona que la de cien o mil… Multiplicado, el sufrimiento se vuelve abstracto. No es fácil conmoverse por cosas abstractas”. A mi lado Rulo Pipa estaba convulsionándose.

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                ¿Qué es esto de la crueldad humana? Me pregunté.

                Quería gritar pero sentía en el pecho una opresión inmensa. El ser, que no era humano, ahora lo comprendo, pues un hombre no puede sencillamente no tener rostro, me levantó con sus manazas gélidas y me arrojó sobre una puerta metálica situada al ras del suelo. No reaccioné hasta que me di cuenta que me hallaba en otra habitación.

                Ahora me encontraba en una habitación donde cientos de personas con los brazos mutilados me pedían una moneda, arrastrándose hasta tocarme, ¡qué asco! Cada mutilado restregaba sus muñones sobre mí, perdón, pero no pude sentir más que asco. Vomité sobre uno de ellos, mientras el más viejo de todos los lisiados recitaba unos versos que ahora, mucho tiempo después de vivir aquellos acontecimientos, puedo reproducirlos no sin alterar algunas palabras que mi mente no logra recordar con exactitud. “Aún no hemos nacido, aún no estamos en el mundo, aún no hay mundo, aún las cosas no están hechas, la razón de ser no ha sido encontrada”.

                Era un ejército de miserables lisiados alrededor de mí, ¡asquerosos! Recitando aquellos versos estúpidos. No podía moverme pues los cuerpos de aquellos miserables humanos me lo impedían. De pronto, escuché mi nombre.

                Alguien me llamaba por mi nombre y tardé algún tiempo en reaccionar, pues al enfrentarme con la muerte pensé que yo también estaba muerto, y en este trance hacia la otra vida, pues ya me hallaba en el infierno, había olvidado mi nombre.

                La voz que me llamaba venía desde un púlpito aéreo donde un ser diminuto clamaba a gritos mi nombre y el de Rulo Pipa. Al principio pensé que era Chaplin por su bigotito, pero al acercarme hacia el promontorio desde donde oficiaba su discurso, vi que era como un Mussolini con bigote ¿Quién eres le pregunté? Le exigí que me respondiera.

—Cada asesino tiene muchos nombres. Porque un asesinato cometido no es más que un acto de renacimiento. Mato porque no soy más que un ser humano que desea que vivir.

—¡Eres Mussolini, no te hagas pendejo!— le espeté.

—¡No! ¡Soy Hitler y Pancho Villa!

— No, no puedes ser ninguno de ellos, no tienes rostro, sólo eres un bigote y una boca que habla.

— Sí puedo, soy el Diablo.

— ¿Y quién soy yo?

—Tú, tú eres Cristo, y estos lisiados son tus hermanos y tus asesinos.

Al terminar la frase, sentí un golpe que me zarandeó todo el cuerpo como una descarga eléctrica. Alguien me había golpeado en el cráneo. No perdí la consciencia pero ya no podía moverme, sólo veía a los lisiados lamiendo mi sangre derramada sobre aquel suelo blanco.

                Creo que siempre hay alguien más, en el último instante de la muerte, que nos despoja de nuestra propia vida.               

                Empujado por la asfixia, comencé a toser, mientras el Hitler regordete se acercaba a mi oído y susurraba algunas canciones de Chavela Vargas la chamana mayor. Me dijo, “tú eres hijo del hombre y tu destino es hacer la guerra, puesto que los hombres han nacido para asesinar a sus padres, a sus hermanos y a sus hijos”.

—Yo no soy un asesino.

—Todos los hombres son asesinos por naturaleza.

—¡Yo no! ¡Yo sólo soy un periodista, escribo para Linne Magazine una revista de música, ya déjeme ir ¡No sé por qué estoy aquí! ¡Quiero regresar a casa! ¡Mamá!

—Estás aquí para ser clonado.

—¿Por qué demonios me hace esto?

—Te elegimos a ti para el proyecto de clonación S-35-GOB porque tú eres la reencarnación de Gandhi y Rulo Pipa es la decimonovena reencarnación de Buda, y Gandhi y Buda son un mismo ser, así como Van Goh y Borges son hijos del Buda.

No podía sopesar todo aquello que me decía, parecían cosas incoherentes, el aullido de un loco, el balbuceo de un niño. ¡Mentiras! ¡Todo lo que dice son puras mentiras! Sin embargo, una cicatriz en el cráneo me asegura la existencia de todo esto.

— Ahora tendrás que irte.

— ¿A dónde?

— A cargar con el peso de tus visiones.

Y la última frase aún sigue rebotando en mi cabeza.

                El quince de marzo de 2013  a las cero horas aparecí en mi apartamento, tras una ausencia de dos meses en los que mi padre y mi madre me habían reportado a la policía como un secuestrado más en la larga lista de desaparecidos de este país. Mi apartamento ya parecía un altar, todos mis amigos me creían ya muerto, y cada uno fue a dejar a la puerta de mi casa una veladora.

                Nadie sospechó de la ausencia de Rulo Pipa, pues había un clon que suplantó su lugar tocando y cantando en los conciertos que tenía programada la banda Las pipas de la Paz. No sé qué sucedió con el verdadero Rulo Pipa, la última vez que hablé con él, recibí una llamada desde Dubai.

—¿Quién eres?

—¡Soy yo viejo, Rulo Pipa, ya no te acuerdas de mí!

—¡Rulo! ¿Qué pedo? ¿cómo estás? He visto que andan tocando masivo por varios festivales de México.

—No viejo, ese no soy yo, es un clon mío, yo ando en Dubai. Ya hasta me casé con una vieja de por acá. Soy Chamán. Sólo quería pedirte algo, si me convierto en un asesino, perdón si sabes que yo he asesinado a alguien, trata de reivindicar mi nom/… Diles  que no soy yo, que son clon/… Diles lo que sab/…

                Se interrumpió la comunicación abruptamente. Traté de comunicarme con él al número que había quedado grabado en el registro de mi celular pero nadie me contestó. Hasta la fecha, aún sigo intentando que alguien me conteste. Cada vez llamo con menor frecuencia.

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