Sobre el automóvil, la bicicleta y la ciudad.
Por: Juan Francisco
@juanfranhh
Se puede identificar al automóvil como uno de los emblemas fundamentales de la vida civilizada “a la americana”. La Ciudad de México lleva muchos años construyéndose alrededor de éste como lógica de transporte; apenas ahora parece surgir una noción de que una ciudad construida en torno al automóvil no sólo es inviable e insoportable, sino que hay alternativas claras y que ya han sido tomadas en otras ciudades. Lo siguiente pretende contribuir a la difusión de esa noción:
1. Cuando no una simple excusa, la razón de que no se pueda usar una bicicleta para ir al trabajo porque la distancia que se debe recorrer es demasiado larga, se vuelve síntoma de un hecho que es necesario reconocer: que la Ciudad no se está construyendo en base al bienestar o al “valor de uso” de sus habitantes, sino alrededor de un designio que ya ha sido tildado suficientes veces como inhumano: la producción por la producción misma. Los infinitos mares de miseria alrededor de la Ciudad de México son evidencia de que el ordenamiento del espacio urbano responde a una lógica destructiva. Al hecho de tener que recorrer distancias excesivas para ir al trabajo se debe de preguntar: ¿por qué tengo que trabajar de esta manera? Es decir, la crítica del transporte conduce a la crítica de la producción; la cuestión sobre la bicicleta y el automóvil no es cosmética.
2. De lo anterior se sigue: las capacidades técnicas del automotor, la posibilidad de recorrer mayores distancias en menor tiempo, no solamente han contribuido al incremento de la velocidad del ciclo de reproducción (producción/consumo) de la sociedad humana, sino que también parecen haberse vuelto necesarias para poder sobrevivir entre los efectos de dicha velocidad. El ser humano transporta sus productos más rápido desde la invención del automotor, pero necesita él mismo montarse en esa misma máquina si desea integrarse al proceso de producción de bienes, se transporta como mercancía (transporta su fuerza de trabajo). El ser humano que conduce para ir al trabajo, con el estrés que esto generalmente conlleva, no hace otra cosa que perseguir la dinámica de los bienes, ya no es él el que dirige cómo estos se mueven, sino que él se mueve como ellos dirigen.
3. El automóvil le supone al que lo maneja una armadura artificial, una fuerza física inhumana, un antídoto para su condición natural de fragilidad ante la Naturaleza, que en realidad se prueba siempre como ilusorio al momento del accidente fatal. Esa “ventaja física” sobre su forma corporal de pedestre está siempre enfrentada a los demás ciudadanos. En el gesto que hace con la mano un automovilista que se frena para dejar pasar al peatón hay un signo de prepotencia condescendiente, el mismo gesto displicente del que antes miraba desde su caballo -en ciertas ciudades europeas frenar ante el peatón es una obligación del todo interiorizada, no una cuestión de “cortesía” sino de regla.
Los momentos en que el tráfico es tan denso que los automóviles avanzan “a vuelta de rueda”, son la expresión perfecta de lo que sucede en una sociedad de propietarios privados que persiguen cualquier tipo de ventaja sobre el otro; pero lo catastrófico es que la Ciudad de hoy parece en cierta manera obligar, siempre que se pueda costear, a buscar la ventaja del automóvil, se le mira como un escalón ineludible del éxito.
4. El que se mueve en bicicleta, en cambio, y sobre todo en un lugar como la Ciudad de México, entraña una actitud social ejemplar. La debilidad que se auto-impone, el hecho de que no tiene una pared de plástico y metal que lo proteja en su tránsito, que baste un hoyo o una piedra para sacarlo de equilibrio, en verdad la orfandad física del que anda en bicicleta lo que hace es cuestionar la necesidad misma de la “ventaja física” del automóvil, la utilidad de transportarnos en castillos a kilómetros por hora.
La figura frágil del ciclista es una amabilidad constante hacia el otro que también se transporta, una cesión del espacio público contraria a la compartimentación agresiva de éste que supone el automóvil. Persiste en la mayoría de la población la idea de que los ciclistas son unos toreros urbanos, unos temerarios suicidas que se exponen a la muerte cada día que salen a la calle. Sucede que ese aparente peligro al que se expone el ciclista se transforma, salvo en esos segundos en que un automóvil le quita la vida, en un tranquilo placer. Es decir que el ciclista descubre que la lógica de transporte alrededor de la cual se construye el espacio urbano podría sustituirse por la suya, que entraña el placer sin capacidad de asesinato