Un futuro donde los robots nunca se adueñarán del hip-hop ni de la política
Por Eduardo Paredes Ocampo
- Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
- Un robot debe realizar las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la 1ª Ley.
- Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª o la 2ª Ley.
Issac Asimov, La tres leyes de la robótica
La automatización del mundo, una distopía sólo aparente en la ciencia ficción del siglo pasado, es un hecho en el albor del nuevo milenio. Algo que muchas de esas obras ignoraron, sin embargo, fue el ámbito específico de sus consecuencias: la catástrofe política que atestiguamos. El desempleo –causa directa del alza en el populismo mundialmente– debe su origen no (tanto) a la inmigración, ni a las crisis económicas. Tampoco es fundamental el (supuesto) desplazamiento de una (aparente) población nativa por expatriados en sectores como el ensamblaje automotriz y los servicios. Una de las principales causas de la falta de empleo en el mundo desarrollado (y también pronto en el sub-desarrollado) es la creación de robots capaces de reemplazarnos.
Quizá visualizando una tempestad por sí mismo propiciada, Bill Gates, fundador de Microsoft y una de los principales inversores en inteligencia artificial, ha propuesto un impuesto a los robots. Con cifras que van desde un 40% a un alarmante 70% en la eventual pérdida de empleo en una diversidad de países, respuestas a la robótica como la del hombre más rico del mundo deberían de empezar a considerarse políticamente. Pero eso implicaría atentar contra la agenda de los líderes que controlan la economía mundial. La falacia –los prejuicios contra la diversidad– siempre resulta más fácil.
Pero lo más importante es que la automatización, cuya extensión desbanca sistemas políticos enteros, también atienta contra el rap. Recientemente Robbie Barrat, un adolescente estadounidense, creó un bot capaz de rapear a partir de un corpus de seis mil versos de Kanye West. Además de autogenerar líneas, la máquina puede hacer pausas y crear efectos. Esto significa que, parcialmente, ha llegado a aprender. Con ello, se esboza ya la posibilidad, primero, de confundirse con nosotros y, segundo, de sobrepasarnos. El germen de la perfectibilidad lo hace un vástago de nuestra más primitiva arquitectura cultural –debemos sobrevivir a la capacidad de siempre superarnos. Sin embargo, su eficiencia –la que, en otros como él, hurta de sustento a quienes comen, viven, sienten; la que pone y tira tiranos– ya nos declara sus siervos.
Pero quizá Barrat erró de rapero.
Porque la maestría musical de Kanye West se basa precisamente en aquello ausente en un robot: un cuerpo orgánico y una historia. En 2002, dos años antes de The College Dropout, su primer disco, y poco después de un casi fatídico accidente automovilístico, West grabó ‘Through the Wire’. Los versos que narran la trágica experiencia (‘How do you console my mom or give her light support/ Telling her her son’s on life support?’ ‘My dawgs couldn’t tell if I/ Looked like Tom Cruise in Vanilla Sky’) son rapeados por una mandíbula totalmente cerrada por alambre quirúrgico –consecuencia del percance. No todo lo que se canta es cristalino: la fluidez vacila, la lengua se sabe apresada. El experimento del novato rapero puede leerse como la síntesis de lo que vendrá, como su más personal poética. La voz –concebida como un instrumento para Kanye West– cobrará una anómala centralidad en su exploración estética. Gran parte de sus canciones –desde ‘Jesus Walks’ hasta ‘Ultralight Beam’– representan una investigación sobre las posibilidades físicas –y, por ende, metafísicas– de la voz humana.
‘Through the Wire’ también abre la puerta a otra de las obsesiones estéticas de Kanye West: su narcisismo. Considerado por muchos como una muestra de arrogancia y nefastez, el propio endiosamiento –‘I met Kanye West, I’m never going to fail’; we still love Kanye/ And I love you like Kanye loves Kanye’– representa un muy afluente caudal para generar narraciones. La funcionalidad intrínseca en la historia personal del rapero –su terrible accidente en ‘Through the Wire’; su flagrante alcoholismo en ‘Wolves’– no solo lo mitologiza, sino también lo humaniza. El hombre cuya carrera comenzó con una experiencia mortal, que se ha comparado con Jesús y San Pablo, fácilmente puede vivir en la paradoja. Aceptando su infinita fragilidad, paródicamente canta: ‘I know it’s corny bitches you wish you could unfollow/ I know it’s corny niggas you wish you could unswallow’.
El robot de Barrat replica frases de una historia ya vivida, dice a través de circuitos. Imposible le resulta ser Kanye. De por sí, el hip-hop representa uno de los géneros más confesionales de la música popular contemporánea. El color de la piel y sus consecuencias políticas, por ejemplo, le son sustanciales. Aún las maquinas no se saben de este, del otro material ensambladas, ni se han esclavizado entre sí. La paradoja no sería tan palpable de haber un robot Elvis, uno Elton John.
Pero la política es mucho menos poética y los robots ya tienen presidente.
***
Días después de convertirse en presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump recibió a Kanye West en la Trump Tower de Nueva York. Al salir, ninguno de los dos quiso comentar acerca de lo discutido –sólo confesaron su profunda amistad. Quizá, como todos los buenos amigos, hablaron del futuro. De uno donde los robots, seguramente, nunca se adueñarán del hip-hop ni de la política –la automatización llevándose, como a los electores, a los escuchas. De uno que será impredecible para cualquier escritor.