La disfuncionalidad discreta de C.R.A.Z.Y., de Jean Marc Valleé
Por Alberto Molina
Jean Marc Valleé filmó C.R.A.Z.Y. en 2005 quizás sin mucha intención de trascender en las taquillas, aunque personalmente creo que tampoco tuvo idea de cuánto pudimos identificarnos algunos con ella a partir de distintos ángulos. Para empezar, esta cinta logró buenos números en Canadá, su país de origen. Destapó un semi retrato oculto de muchos de nosotros, logrando además romper las barreras generacionales a través de las acciones y los diálogos de sus personajes, del glorioso soundtrack y de las creencias colectivas sociales.
La historia se centra en Zachary, hijo adolescente de una familia católica tradicional y el cuarto de cinco hermanos, todos diferentes entre sí y en medio de una convivencia disfuncional que tiene como punto en común la homofobia generalizada, conflictuando la relación con su padre y consigo mismo. La cinta comienza con su nacimiento el 25 de diciembre -el mismo día que Jesús- y un accidente en el hospital que lo declara muerto por unos segundos. Con el tiempo, Zach es convencido de que tiene un don especial enviado por Dios para curar heridas. Posteriormente su sensibilidad artística y emocional se traducen en una estrecha relación con la música, ateísmo y una asimilación complicadísima de su sexualidad, causante también de los constantes conflictos con su padre y su hermano Raymond.
Tocar diversos temas desde varias perspectivas no es cosa fácil. La drogadicción, la disfuncionalidad familiar, la devoción religiosa y la homosexualidad se abordan en igualdad de importancia que consigue el equilibrio adecuado. Son distintos miembros de la familia quienes representan cada ámbito y, a causa de ello, los encontronazos son constantes.
La manera de encontrar las brechas generacionales no son conflictivas en su totalidad, pues los puntos de reconciliación -como cuando el padre de Zach siempre encuentra el momento perfecto para cantar en las navidades y la boda de Christian, el hijo mayor- se vuelven un respiro para las diferencias. No importan las condiciones de cada individuo, tarde o temprano en la familia hay perdón y momentos disfrutables (lo que hace ver mayor realismo y menos melodrama forzado).
La carga de simbolismos en la obra es enriquecedora. Los puentes de las transformaciones de Zach son significativos: la decepción y negación de la fe (de la niñez a la adolescencia, al momento de perder el crucifijo en el fondo del agua); también la primera escena en la que el disco se rompe (que bien puede simbolizar la ruptura entre padre e hijo). Esa escena se retoma cuando Zach le regala uno nuevo al regresar de Tierra Santa -la renovación de la relación- y finalmente cuando Yvan, su hermano menor, lo quiebra (algo así como pasar la estafeta).
La música es pieza clave para descifrar lo que viene o bien, para atender mejor la situación emocional de los personajes de forma no tan explícita. Por ejemplo, suena Sympathy for the Devil de The Rolling Stones en plena misa de navidad mientras Zach asciende al cielo, como un desafío a lo establecido. La relativa malicia que Zach adquiere en su juventud es fondeada con Pink Floyd, su condición sexual más llevadera con David Bowie y las dolencias cubiertas de mota con The Cure. El aspecto generacional también está marcado por la música, teniendo a Gervais, su padre, a la cabeza de las causas de los acontecimientos y, por supuesto, a Patsy Cline y Charles Aznavour (sus contemporáneos) como plato principal del soundtrack.