Cine del Tercer Mundo: también hay buen cine en África

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Por Alberto Molina

Michael Haneke, el director que ganó el Oscar por su cinta Amour, dijo en algún momento que “el cine más interesante está en el Tercer Mundo”, puesto que “tienen problemas con los que realmente luchan, por los que arden, contra los que realmente quieren hacer algo”.

A continuación enlistamos algunos ejemplos de industrias cinematográficas emergentes en la región más marginada del mundo: África. Entre cortos y largometrajes, el cine en algunas naciones africanas va en ascenso y no tiene nada que pedirle a Occidente.

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Marruecos

Se trata del país más prolífico en producción cinematográfica de todo el Magreb. Esto no quiere decir que se filmen cintas de sobra al año, sin embargo el número de películas producidas al año en promedio (10) supera al de casi todo el continente (con notables excepciones como Nigeria). Cabe destacar la importancia que han adquirido sus festivales de cine, especialmente el Festival Internacional de Cine de Marrakech.

Nombres como Noureddine Lakhmari, Nabil Ayouch, Yasmine Kassari, Ismael Ferroukhi y Laila Marrakchi han trascendido en aquel país y el reconocimiento internacional no se ha hecho esperar. Entre las grandes evoluciones del cine marroquí destaca el abordaje de temas sociales como la persecución política (Memoria de la detención, 2005), pobreza (Ali Zaoua, príncipe de Casablanca, 2000), prostitución (Much loved, 2015) o las diferencias religiosas (Marock, 2005).

Éstos, entre otros temas, han generado debate y polémica suficiente para contravenir el conservadurismo de los sectores mayoritarios del país. El cine ha roto esquemas y transgredido la vida cotidiana del Marruecos tradicional, dándole a su vez mayor riqueza a las producciones en todos los sentidos y captando así las miradas de otras cinematografías del mundo, principalmente las europeas.

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Nigeria

Está casi decretado que Nollywood, como se le conoce al cine nigeriano, nació en 1992 por medio del home video Living in Bondage, escrita por Kenneth Nnebue y dirigida por Chris Obi Rapu, valiéndose de un equipo muy básico. En la actualidad este pequeño y austero cine, carente de cualquier efecto especial y elaboración minuciosa, recauda caso 600 millones de dólares anuales con alrededor de mil filmes anuales y una “plantilla” de un millón de trabajadores de la industria.

Osuofia in London (Kindsey Ogoro, 2003), Dangerous Twins (Tade Ogidan, 2004) y muchas otras, son cintas que exhiben las dificultades a las que, en general, se enfrentan los nigerianos para posicionarse en el mundo. Con todo y la exposición de la situación real del país a través de la pantalla grande, sus propios ciudadanos han logrado definir sus preferencias por la comedia romántica (por ejemplo Phone Swap, de Kunle Afolayan, 2012).

En la actualidad, la complejidad técnica y de contenido en las películas nigerianas es mucho mayor que en los años noventa y es gracias a esto que los ojos del mundo comenzaron a notar el trabajo fílmico de este país apenas hace un par de años. Sin embargo, aún siendo la industria cinematográfica más desarrollada y poderosa del continente, su obra casi no figura más allá del África y contadísimas proyecciones en Europa y los Estados Unidos.

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Dificultades y soluciones

No obstante los ejemplos de progreso en Nigeria y Marruecos, hay otras naciones que viven en la incertidumbre o esperan el momento en que sus industrias despeguen o tengan un segundo aire. La primavera árabe intentó, sin mucho alcance, redefinir el camino que el cine todavía necesita transitar. Este es el caso de países como Egipto, Túnez y Argelia. Dentro del escaso panorama y de lo poco que se filma, hay evolución, propuesta y más calidad que cantidad. Burkina Faso y Senegal son partícipes activos de esto; las pocas producciones logradas en dichos países resultan éxitos en sus respectivas taquillas, incluso más que las comodidades hollywoodenses.

Uno de los puntos distintivos del cine africano es su simpleza, no sólo en la producción sino a la hora de contar historias. Además del propósito evidente de muchos cineastas por reflejar la realidad en la que viven sus sociedades, la falta de recursos es el motivo principal por el que uno de los sellos particulares es la ausencia casi total de los efectos especiales y las producciones millonarias. Únicamente se hacen excepciones en las cintas animadas, como el corto Anomalías eléctricas (2010) de la Guinea Ecuatorial y dirigido por Coke Riobóo.

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Como aquel, los cortometrajes han sido un respiro para aquellas industrias no consolidadas limitadas de costeo. Lmuja, de Omar Belkacemi (Argelia), Behemoth or the Game of God, Lemohang Jeremiah Mosese (Lesotho), N’Sibi de Hassene Belaïd (Argelia) son algunos que exhiben el lado más personal y de lucha existencial de sus protagonistas, con temas desde la transexualidad hasta el ocaso de la esperanza colectiva por una vida mejor.

No hay película africana que no de pistas o desnude totalmente la situación social, económica o política de cada país; sin importar el humor, el drama o el carácter documental de los filmes, éstos abordan inevitablemente las circunstancias colectivas e individuales de las sociedades africanas. Timbuktú, de Abderrahmane Sissako (Mauritania) y Efraín, de Yared Zeleke (Etiopía) son la prueba de que, independiente del género, el contexto social es el telón de fondo para evocar personajes e historias para contar a través de la pantalla.

Como estos, hay muchísimos ejemplos de cómo el cine africano se las arregla para exponer lo mucho que tiene por narrar. La falta de recursos no ha sido impedimento para que sus directores nos entreguen muestras refinadas y profundas de que las historias son para contarse y, de paso, salpicar de realidad y abstracción aquellas imágenes y sonidos que son en realidad un grito de acción. Y como dijo Haneke, hay tanto que relatar en el tercer mundo y, pese a los obstáculos, el cine se ha encargado de hacerlo.