
Por Juan Francisco H.H.
Hay una especie de santidad en la ventana encendida de una casa por la tarde. Me sorprende el entretenimiento que puede haber en pasearse por colonias donde solamente hay casas, donde no hay ningún monumento ni negocios ni avenidas. Pero tiene que ser precisamente a una hora, cuando empieza a oscurecer, y en ese tránsito entre la tarde y la noche pareciera, en colonias tranquilas, echarse sobre las actividades la realidad de lo que se hace soñando.
Pasas junto a una ventana. Hay luz pero la cortina no te permite ver qué sucede dentro, solamente percibes cierta tibieza que proviene de la habitación, quizás una televisión, el cerrarse de una puerta, el rumor de alguien que habla. Los que están dentro no pueden saber el acto tan densamente cálido que llevan a cabo. Solamente tú que eres un extraño, que estás fuera, te puedes dar cuenta de lo importante que es esa ventana encendida en medio del silencio de la tarde.

Una vez paseaba en una ciudad extranjera. Solo; más bien abandonado. Buscaba alguien con quien hablar, cualquiera. Era noche. Me salí de las avenidas pobladas y empecé a caminar por callecitas. Entonces vi, en un cuarto o quinto piso, una ventana con luz, sin cortinas. Podía mirar el librero, la puerta, al menos así lo recuerdo. No puedo describir la herida que esa ventana me abrió, tenía tantas ganas de entrar, de hablar con alguien. Imaginé que en esa ventana vivía una muchacha y que yo pasaba, familiar, que me tiraba en su cama, que hablábamos.
Otro día existió la ventana del departamento donde me fui a vivir con una novia. Nos sentábamos a tomar un café y fumar, juntos, viendo hacia la calle. Qué tibieza que había en esas tacitas dispuestas en el marco, pintadas de leche, en los muslos que se asomaban bajo una falda ligerísima.
Está la ventana en la que mis amigos y yo planeamos irnos a vivir juntos. Me imagino eso como la mejor vivienda de la historia. Pero no deberían ser solamente tres amigos, sino todos. Deberíamos irnos todos a vivir a una casa enorme, con mucho campo y árboles. Y vivir juntos y poder comer juntos, beber. Quien se acercara a nuestra ventana por la noche escucharía muchas risas. Pero también está el placer de vivir solo, de distender el silencio alrededor.

Qué felicidad debió residir en las ventanas de las casas de tiempos pasados. Las nuestras cada vez se parecen más a un agujero. Pero aún podría verse una luz encendida, en esa especie de madriguera, donde viviría un conejo o un escarabajo, y habría al fondo un pequeño foco tibio -donde decía Kafka que quisiera encerrarse a escribir-, y a la mesa se sentarían unos habitantes pequeños. Siempre tendremos ventanas.
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