Firmarse necrófilo: la anécdota del lápiz labial

Père Lachaise 6

Por Eduardo Paredes Ocampo

Recientemente, Stephen King visitó París para presentar su novela, Doctor Sleep, secuela del Resplandor. La última pregunta de la rueda de presa que el evento suscitó versó acerca de sus planes durante su estancia en la ciudad. El escritor simplemente contestó que, después de comprar un lápiz labial, acudiría a besar la tumba de Oscar Wilde.

            Días después visité el cementerio de Père Lachaise en París. El frío y un mal interior me había vencido: inútilmente busqué por horas las recónditas tumbas de Molière y La Fontaine. Justo cuando abdicaba, un último rayo de sol, un repentino pulso en el pecho me llevó hasta el mausoleo más bello del cementerio. Sobre los restos de Oscar Wilde, una figura angelical hace las veces de lápida. Sólo las letras de su nombre adornan la cantera marrón.  Frente a esta parquedad cromática, brilla el rojo de decenas de labios. A la boca del ángel, un único beso, quizá el de Stephen King, la pinta.

Esta anécdota me lleva a otra, una que bien podría haber concebido la siniestra mente del escritor de terror más famoso del mundo. Una joven mexicana hizo un viaje a Europa hace unos años. Precisamente en un bar de París conoció a un hombre una noche. Lo besó. Él le sugirió que durmieran juntos en su departamento. Si al principio ella aceptó, una última corazonada la hizo arrepentirse. Se separaron. Al día siguiente ella despertó con tal reacción alérgica en la cara que instantáneamente acudió a un hospital. Después de los análisis correspondientes, el médico salió del consultorio sólo para volver con dos policías. La arrestaron. La infección que tenía en la cara era consecuencia de necrofilia. Su coartada fue creída y, al dar todos los datos del hombre de la noche anterior, la liberaron.

Abelardo y Eloisa

            Cuando, fuera del luto y la memoria, casi cada pueblo del mundo lauda como atractivo un panteón, podemos decirnos algo necrófilos. En París, por ejemplo, no solamente Père Lachaise es el cementerio más visitado del mundo sino que dos de los grandes atractivos de la ciudad son las necrópolis de Montparnasse y Montmartre. Ni los sutiles vidrios bordeando la tumba de Wilde, ni, metros más abajo, las burdas vallas frente a Jim Morrison previenen que miles de visitantes pinten de besos al ángel del escritor o que retocen sobre los restos del cantante. Si, aún insertos en plena ciudad, los cementerios separan el mundo de los vivos del de los muertos, seres intermedios -moradores de tumbas, el hombre que besó a la mexicana- van probando la cromatografía entre lo albo y lo oscuro.

            Existen, según el psicoanálisis, dos impulsos complementarios en el hombre: Eros, la pulsión del amor y Tánatos, la de la muerte. Decantamos nuestras acciones o de un deseo creativo, vital o de uno negativo, delirante. Pero hay para quienes ambas fuerzas se funden: la sensación del amor va desde el vacío hasta el vértigo. La figura amada, entretanto, constantemente muta entre lo divino y lo diabólico. Toda patología a flor de piel -la necrofilia física- la alegría y la tristeza cesan de significar. Palpita las venas, con sufrir, latente, el saberse vivo.

            Un desencanto con el status quo, con la misma existencia (la muerte de un amigo, la ruptura amorosa) conducen a tal condición. Sólo falta pasar una prueba iniciática, la tradición para entrar al club. En unos días regresaré al Père Lachaise, lápiz labial en mano, a firmarme como necrófilo.

Oscar Wilde 3